Hace ya un tiempo, escribía en este mismo espacio, dos post con el título «Que hermoso es ser padre». En él reflejaba el orgullo de ser padre, de la belleza de la crianza de los hijos y del disfrute de verles crecer. Mi padre, que me sigue cada vez que puede, me dijo en aquella ocasión (y después me lo ha reclamado varias veces) que siempre escribo de mi y que cuándo escribiría de él. Y ciertamente no le falta razón. Y ahora que estoy a punto de cumplir los 56 años, he decidido que ya es hora de hacerlo. Porque qué hermoso es ser padre, pero sobre todo qué hermoso es ser hijo de alguien como él. Qué hermoso y qué orgullo. Cuando ves a tu padre día a día, dándolo todo por los hijos, incluso cuando le faltaba a él. Siempre dispuesto a compartir con los que no tenían, lo poco que tenía él.
Permanecen imborrables en mi memoria, tantas y tantas experiencias… Cuando me subía a hombros por las laderas de Archanda, cada domingo del año, en unas vacaciones interminables, porque siempre tenía algún plan para nosotros. O cuando convertía las excursiones familiares en auténticas aventuras que no tenían nada que envidiar a las que vivía de pequeño en la ficción con Tom Sawyer o el capitán Flint. Porque ir con él era como viajar a la Luna o al Centro de la Tierra. O cuando nos ponía aquellas canciones que tanto le gustaban (y que aún le gustan) cantar conmigo y con mis hermanas, mientras ponía aquel tocadiscos pequeño que nos trajo un día a casa como si fuera un tesoro.
Con él he aprendido el valor del compromiso por los pobres, del sindicalismo honesto y comprometido y a través de su vida me ha llegado la fe en la que ahora creo, la de un cristianismo entregado a los demás. Incluso ahora, cuando me hace regañar, veo en él ese punto de inconformismo y rebeldía que tantas veces me ha transmitido y que he heredado de él.
¡Qué hermoso es ser hijo… de un padre como él!
No pretendo hacerle ningún homenaje, porque mi padre es tan grande que está por encima de eso, pero creo que se lo debo y además se lo merece.
Comparto con vosotros y vosotras, las que aún me seguís, y con él que seguro que también lo leerá dos cosas que mantengo en mi memoria. La primera es un relato que escribí hace un tiempo y que no es mas que una versión de lo que podía ser una de las excursiones a las que nos llevaba de pequeños en el tren del oeste, como me gustaba llamarlo a mi. Y la segunda es una joya cargada de emociones. Una canción que solía (y todavía hoy puede cantarla) cantar con mi hermana.
Disfrutadlo conmigo, porque ¡que hermoso es ser hijo con un padre tan grande como él!
AVENTURA EN EL TREN
Mirando la foto que sostengo en mis manos, los recuerdos de mi niñez afloran a mi cabeza. La imagen de mis padres con mis cuatro hermanos y yo frente a aquel viejo tren de vapor de la estación de Atxuri, me hace asomar una sonrisa recordando aquellos tiempos tan lejanos y llenos de una mezcla de incertidumbre y felicidad. Era toda una aventura, cuando llegaba el verano, coger las bolsas con la comida hecha en casa con el cariño de mi madre y recorrer la calle Ronda rumbo a la máquina del tiempo, como solía llamar mi padre a aquel tren desvencijado que, echando humo a borbotones nos transportaba, una vez al año, al mundo mágico del castillo de Arteaga.
Aquel domingo era especial porque durante los meses anteriores había nacido mi quinto hermano y venía, por primera vez a este fantástico viaje. Acabábamos de entrar en la estación cuando el tren, soltando una bocanada de humo, hizo sonar el pitido que indicaba su inminente salida. Mi padre miró los billetes y corriendo nos encaminamos al vagón LOA 3. Subimos y enfilamos el pasillo. En la familia la jerarquía está bien identificada y el ser el segundo supone sentarte después del primero. Por eso miré con envidia a mi hermana mayor mientras se sentaba junto a la ventanilla. Ocupé mi asiento en el pasillo y me dispuse a observar a los demás pasajeros, mientras el tren soltando un nuevo silbido y dando un bote, arrancaba con un chirrido infernal que a mí me sonó a aventura.
Mi madre sentada enfrente mío tenía cara de preocupación y cuando se dio cuenta de que la estaba observando, cambió su rostro y me dedicó una enorme sonrisa y un guiño de complicidad. Mi padre estaba intentando poner orden entre los dos pequeños que no acababan de estarse quietos en los viejos asientos de madera. Mi tercera hermana, tercera porque nació año y medio después que yo, se sentaba en el asiento del otro lado del pasillo, junto al mío y en el momento de arrancar el tren me cogió la mano como esperando que yo la protegiera.
En el resto del vagón la variedad de personajes era tal que me puse a disfrutar de cada uno de ellos. Tres filas más allá otra familia con dos niños, más o menos de mi edad, tenían el mismo problema con el pasillo y las ventanillas. Finalmente se sentaron y el pequeño (también segundo según observé) mirándome con los ojos entrecerrados me sacó la lengua. Le devolví la mirada con una sonrisa malévola y seguí recorriendo el vagón con la mirada. Dos mujeres con delantal y pañuelo que volvían a Gernika después de vender sus hortalizas en el mercado de la Ribera, un grupo de chicos y chicas con sus mochilas que evidenciaba que iban a subir a algún monte, y por detrás nuestro, otro grupo de jóvenes que con una guitarra llenaban el ambiente de alegría y fiesta.
El tren avanzaba lentamente soltando de vez en cuando un silbido que nos divertía a todos, convirtiendo el vagón en un espacio donde la confianza, aun siendo efímera durante el tiempo que duraba el viaje de cada cual, les hacía a los adultos contarse sus pequeños o grandes problemillas y a los pequeños olvidar por un momento esa mirada entrecerrada y la sacada de lengua, para compartir juegos. Es lo que tenía aquel tren viejo, de madera, que estaba lleno de pedacitos de vida.
Llevábamos algo más de media hora de viaje y mi hermana, la tercera, pidió hacer pis. Los demás nos quedamos en silencio. Le miré a mi padre que se quedó dudando un momento.
– ¿No puedes aguantar a que lleguemos? – le preguntó
– No – contestó mi hermana con terquedad.
Dudó un momento más y por fin se levantó y cogiéndola de la mano se dirigió al baño. ¡Aquello si que era la leche! Aquel tren tenía en cada vagón una plataforma exterior que a mí me recordaba a los del oeste. Los baños estaban ahí, en la plataforma, ir a ellos……. ¡aquello sí que era aventura! Les vi a los dos desaparecer por la puerta del vagón y cerrarla tras de sí. De repente la oscuridad nos envolvió. El tren acababa de entrar en un túnel. Por un momento el tiempo pareció detenerse, aquel túnel se nos hizo eterno. Cuando por fin salió todos fijamos la mirada en la puerta del vagón, la de mi madre preocupada, la nuestra ansiosa. Por ella aparecieron, mi hermana con los ojos abiertos como platos y las mejillas arreboladas presas de la excitación, y mi padre, serio, pero con cara de haber pasado un pequeño apuro.
El bullicio volvió al vagón mientras la cuadrilla de la guitarra volvía a entonar. Mi hermana nos contaba su aventura, exagerándola un poco, como corresponde y mi padre le cogía la mano a mi madre para infundirle tranquilidad. Las dos aldeanas eran las únicas que no se habían inmutado, acostumbradas, sin duda, a aquella experiencia.
El tren, seguía avanzando haciendo una parada cada cierto tiempo en función de los pueblos que recorría, mientras nuestros compañeros de viaje nos iban abandonando según llegaban a sus destinos.
Finalmente, una hora después del incidente del baño, con un chirrido y un silbido final, el tren se detuvo en la estación de Arteaga. Nos bajamos emocionados y allí estaba el castillo, esperándonos. Mi padre cogió las bolsas de comida y ejerciendo de comandante de aquel ejército, como correspondía a su rango en la jerarquía familiar, nos dirigió hacia allí, con intención de tomarlo al asalto.
El sonido de la bocina de un coche me devolvió a la realidad. El sol entraba a raudales por la ventana de mi habitación. Volví a mirar la foto, la guardé en la maleta y la cerré. En la calle ya me esperaba el taxi que me llevaría a la estación de Atxuri.
Txema Olleta
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