Jorge abrió la puerta de su casa y salió a la escalera. Dejó a un lado el carro de la compra y, dando un empujón a la puerta, la cerró de golpe. Vivía en el séptimo piso de una casa sin ascensor, la misma que le había visto nacer, allí arriba en la buhardilla. El sol entraba por la claraboya del tejado en una cascada de luz que iluminaba el patio interior.  Jorge se asomó por la barandilla, mirando hacia abajo, y cogiendo el carro en el hombro, bajó hasta el portal. El cristal de la puerta le dejaba ver el bullicio de la gente que subía y bajaba por la calle Iturribide y, abriéndola, salió al exterior.
Dejó el carro en el suelo y se dirigió calle abajo, hacía el Mercado de la Ribera, al igual que lo había hecho infinidad de veces con su madre en su infancia y juventud.
Aquella calle le traía muchos recuerdos. Pasó por delante del antiguo lavadero, donde con sus amigos, solía entrar a tirar piedras a las ratas que pululaban entre los escombros, y al llegar a la altura del bar “Los Tigres”, el recuerdo del olor de aquella salsa con la que servían el molusco volvió a envolverle haciéndole parar un momento. Desde aquel lugar podía ver perfectamente el efecto que hacía el comienzo de la parte estrecha de la calle, como si fuera la entrada a un túnel del tiempo.
Pasó junto a los bares de los chiquiteros, el callejón de los billares, donde jugaba a ser mayor saboreando a escondidas las partidas de futbolín. Se paró junto a la fuente que había saciado su sed tantas veces y al encaminarse a la salida del túnel aquel, le pareció oír otra vez las voces cantarinas de los niños en la escuela: uno por uno es uno, uno por dos es dos, uno por tres es tres… mientras Don Manuel y Doña Teresa les repartían con mucho cariño las botellas de leche Beyena.
Al pasar junto a la carbonería se detuvo un momento frente a ella para dejar salir al carro tirado por una mula que, lleno de carbón, se disponía a repartirlo entre las cada vez más escasas cocinas que aún utilizaban ese carburante.
Jorge por fin salió de la penumbra de la calle y la fuerza del sol le deslumbró haciéndole volver a la realidad. El viejo cine Gayarre ya no estaba allí, y con dolor pareció darse cuenta de que acababa de atravesar parte de su pasado, un espacio de su vida que no volvería. Reanudó de nuevo su marcha y enfiló por la calle Tendería, tras pasar por delante de los Santos Juanes, donde volvió a sentir en el paladar el sabor del vino consagrado y bebido a escondidas en la sacristía después de cada misa en la que ejercía de monaguillo.
Desde el final de la calle le llegaba el ruido del ajetreo del Mercado, con los camiones cargados de frutas y verduras, aparcados como podían, mientras las señoras hacían equilibrios para cruzar la Ribera sin que les atropellase el trolebús. Jorge esperó a que se pusiera verde el semáforo mientras una sonrisa asomaba a su rostro recordándose a sí mismo tirando del cable trasero del trole y escapando a todo correr mientras el conductor salía enfurruñado del autobús y lo colocaba de nuevo en su lugar acordándose de esos malditos críos.
El semáforo se puso verde y Jorge, cruzando la calle, entró en la planta del pescado dirigiéndose al puesto que, desde hacía años y al igual que su vida, parecía que se heredaba de padres a hijos.
Txema Olleta
5-02-10