Herminia salió de su casa, como cada mañana, con intención de hacer los recados habituales y emprender la rutina diaria reiniciada desde que su marido, Germán, se había jubilado hacía ya ocho años. En realidad para ella era un hábito que empezó cuando llegó con sus padres del pueblo, allá por los años 40, lo que pasa es que cuando decidió casarse con Germán, su novio del pueblo de toda la vida, esa rutina se rompió un poco, especialmente al llegar los hijos. Pasó de hacer los recados habituales a sus padres a hacérselos a su marido, y después a sus hijos. Resumiendo, que Herminia era la recadera oficial de la familia. Bueno, la recadera, la cocinera, la planchadora, la lavadora y la fregadera. La fregadera, si, porque Herminia era el pozo donde descargaban la mierda toda su familia. Sus padres, la de los problemas con los vecinos del 5º, que eran unos majaderos. Su marido, la del trabajo, los jefes y los compañeros. Sus hijos, la de los amigos, los estudios y, después, los nietos. Porque eso sí, Herminia era, además, confidente y profesora. El único problema de Herminia era que ella no tenía un pozo donde echar su propia porquería, su propio rencor por la vida, su angustia y su cansancio. Y claro, como ella no tenía todo eso que tenían los demás, se lo tragaba y evidentemente, el resultado era que la mujer parecía una vaca gorda, dicho esto con todo el cariño por las vacas, por las gordas y especialmente por Herminia.
Pues iba la buena mujer por la acera, rumbo a su primer recado habitual, el mercado de abastos, y al llegar a la segunda esquina a la derecha según se mira de frente, en un poste, había un enorme cartel que llamó poderosamente su atención: “Está usted agobiada; sus padres, su marido, sus hijos la llenan de problemas. Nosotros le recogemos la mierda sobrante de su vida y le dejamos esta como nueva. Centro de Terapias “Alma”. Cerro de Santiago s/n”
A Herminia se le abrió el cielo. No conocía ese centro de terapias y ciertamente debía ser s/n, porque la última vez que estuvo en ese cerro hace 30 años no había ni una sola casa. Al principio dudó, pero finalmente se decidió, y dejando el carro de la compra aparcado en la zona azul, se dirigió al cerro. La fortaleza de sus dimensiones y, especialmente, su enorme peso debido a las cuestiones antes mencionadas, hicieron que, nada más iniciar la subida por la cuesta, empezara a resoplar como una enorme ballena. Aquel cerro no se parecía en nada al que ella conoció años atrás. Estaba lleno de casitas que asentaban sus cimientos en cada uno de los repechos que llevaban hasta su cumbre, y en lo más alto de ellos, en la lejanía descubrió un edificio extraño, con forma de fregadero y que tenía unas luces de neón amarillo donde se vislumbraba el nombre “Centro de Terapia – Alma”.
Herminia comenzó a subir el primer repecho y se percató de que la primera casa era el número 100, la siguiente el 99, la siguiente el 98 y así sucesivamente. Según ascendía por la pendiente, Herminia se iba acordando de su familia a la vez que iba echando pestes por la boca. En el primer repecho se acordó de sus padres, tantos años de educación encorsetada por los prejuicios machistas. En el segundo repecho se libró de su marido (45 años de aguantar a Germán), un tipo mediocre en todo pero muy señor de su casa y, por extensión y ya de paso, de sus suegros, cuñados y demás parentela pegada.
En los tres repechos siguientes fueron cayendo los tres cochinos egoístas que tenía por hijos. ¡Ah! Y la novia y las dos nueras que se les habían pegado como tres sanguijuelas. Para cuando llegó arriba, Herminia no se dio cuenta del cambio experimentado en su cuerpo y su rostro hasta que llegó a la puerta del edificio y se fijó en un enorme espejo que había junto a ella. Al mirarse en él vio a una mujer radiante, delgada, vamos la mujer 10 de Elsa Pataki. Tan exaltada estaba de la emoción que, al dirigirse de nuevo hacia abajo, no se percató de dos cosas: una, que el Centro de Terapia “Alma” efectivamente no tenía número, básicamente porque la casa anterior era el nº 1. Y la otra, que lo que había en el espejo no era ella misma, sino un poster de Bo Dereck que alguien había pegado no se sabe si con buena o mala intención. Herminia estaba convencida de que ella era así y eso era lo importante.
Al llegar abajo se dio cuenta de que se le había echado encima la hora de hacer la comida y estaba segura de que el amigo Germán se lo echaría en cara. Pero aún decidió hacer una última cosa antes de volver a casa y cumplir lo que había vislumbrado en el Cerro de Santiago s/n. Cogió el carro de la compra, entró en una carnicería y se dirigió a su casa. Como ya se imaginaba, su marido estaba en la puerta esperándola:
– ¡Pero Herminia! ¿Tú te crees que son horas de llegar a casa? ¡Está sin hacer la comida! ¡Tengo el corazón en un puño!
Herminia le miró con socarronería y metiendo la mano en el carro de la compra sacó el corazón de una vaca gorda y dándoselo le dijo:
– ¡Pues hala, bonito, ponlo junto a este!
Y sin decir ni media palabra más, se dio media vuelta y se largó dejando a Germán con la boca abierta y el corazón en un puño.
Pues iba la buena mujer por la acera, rumbo a su primer recado habitual, el mercado de abastos, y al llegar a la segunda esquina a la derecha según se mira de frente, en un poste, había un enorme cartel que llamó poderosamente su atención: “Está usted agobiada; sus padres, su marido, sus hijos la llenan de problemas. Nosotros le recogemos la mierda sobrante de su vida y le dejamos esta como nueva. Centro de Terapias “Alma”. Cerro de Santiago s/n”
A Herminia se le abrió el cielo. No conocía ese centro de terapias y ciertamente debía ser s/n, porque la última vez que estuvo en ese cerro hace 30 años no había ni una sola casa. Al principio dudó, pero finalmente se decidió, y dejando el carro de la compra aparcado en la zona azul, se dirigió al cerro. La fortaleza de sus dimensiones y, especialmente, su enorme peso debido a las cuestiones antes mencionadas, hicieron que, nada más iniciar la subida por la cuesta, empezara a resoplar como una enorme ballena. Aquel cerro no se parecía en nada al que ella conoció años atrás. Estaba lleno de casitas que asentaban sus cimientos en cada uno de los repechos que llevaban hasta su cumbre, y en lo más alto de ellos, en la lejanía descubrió un edificio extraño, con forma de fregadero y que tenía unas luces de neón amarillo donde se vislumbraba el nombre “Centro de Terapia – Alma”.
Herminia comenzó a subir el primer repecho y se percató de que la primera casa era el número 100, la siguiente el 99, la siguiente el 98 y así sucesivamente. Según ascendía por la pendiente, Herminia se iba acordando de su familia a la vez que iba echando pestes por la boca. En el primer repecho se acordó de sus padres, tantos años de educación encorsetada por los prejuicios machistas. En el segundo repecho se libró de su marido (45 años de aguantar a Germán), un tipo mediocre en todo pero muy señor de su casa y, por extensión y ya de paso, de sus suegros, cuñados y demás parentela pegada.
En los tres repechos siguientes fueron cayendo los tres cochinos egoístas que tenía por hijos. ¡Ah! Y la novia y las dos nueras que se les habían pegado como tres sanguijuelas. Para cuando llegó arriba, Herminia no se dio cuenta del cambio experimentado en su cuerpo y su rostro hasta que llegó a la puerta del edificio y se fijó en un enorme espejo que había junto a ella. Al mirarse en él vio a una mujer radiante, delgada, vamos la mujer 10 de Elsa Pataki. Tan exaltada estaba de la emoción que, al dirigirse de nuevo hacia abajo, no se percató de dos cosas: una, que el Centro de Terapia “Alma” efectivamente no tenía número, básicamente porque la casa anterior era el nº 1. Y la otra, que lo que había en el espejo no era ella misma, sino un poster de Bo Dereck que alguien había pegado no se sabe si con buena o mala intención. Herminia estaba convencida de que ella era así y eso era lo importante.
Al llegar abajo se dio cuenta de que se le había echado encima la hora de hacer la comida y estaba segura de que el amigo Germán se lo echaría en cara. Pero aún decidió hacer una última cosa antes de volver a casa y cumplir lo que había vislumbrado en el Cerro de Santiago s/n. Cogió el carro de la compra, entró en una carnicería y se dirigió a su casa. Como ya se imaginaba, su marido estaba en la puerta esperándola:
– ¡Pero Herminia! ¿Tú te crees que son horas de llegar a casa? ¡Está sin hacer la comida! ¡Tengo el corazón en un puño!
Herminia le miró con socarronería y metiendo la mano en el carro de la compra sacó el corazón de una vaca gorda y dándoselo le dijo:
– ¡Pues hala, bonito, ponlo junto a este!
Y sin decir ni media palabra más, se dio media vuelta y se largó dejando a Germán con la boca abierta y el corazón en un puño.
Txema Olleta
14-11-08
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