Hace ya tres años que murió nuestro hijo Lucas. Tenía solo tres años cuando le detectaron una enfermedad incurable, y para entonces ya era demasiado tarde. Lucas murió al mes de iniciarse su proceso y nosotros con él y ambos llevábamos tres años enterrados en vida. Pero hay una voz interior me dijo que no podíamos continuar así y estaba decidido a iniciar con Lucía, mi compañera, un viaje que siempre hemos querido hacer y que, por algún motivo que no acierto a comprender, sentí que me llamaba: Amazonia. Necesitábamos desenterrarnos, volvernos a encontrar a nosotros mismos para devolverle el sentido a nuestra vida.
Sin embargo Lucía se negó a salir de su nicho y por tanto llegué a la conclusión de que primero debía realizarlo yo y luego intentaría regresar por ella.. En un mes estaba inmerso en la excitación propia de los preparativos de un viaje tan importante para nosotros, y al cabo de dos meses me veía en un avión rumbo a Bogotá, inicio de mi viaje, comienzo de mi propia resurrección interior.
Al llegar a la capital colombiana me recibió el sofocante calor propio de la estación en la que iba. Colombia es un país lleno de color y música pero también de bullicio y soledad entremezcladas especialmente para alguien que, como yo, lleve consigo el dolor y la incertidumbre. Nada más llegar me dirigí a mi hotel con ánimo, no solo de dejar las maletas y darme una ducha, sino también el de indagar acerca de las posibilidades que tenía de adentrarme en la selva amazónica. El hotel, tal y como estaba construido parecía salido de una película de aventuras como las de Indiana Jones, sólo que este tenía el sello especial de que era mi oasis particular y además real. Por supuesto estaba construido totalmente de madera, y se le veía tan viejo y a la vez tan entrañable como al anciano que atendía detrás del mostrador. Tenía una mirada tan acogedora y profunda a la vez que por un momento tuve la sensación de que cuando me miraba llegaba a captar hasta mi alma.
Por sus rasgos, evidentemente era indígena y prometió darme información sobre lo que necesitaba saber. Esa noche, después de cenar, se sentó junto a mí. El bullicio del día había cesado y una música de fondo, junto con el silencio del lugar dieron pie a las confidencias. Le conté nuestro dolor, lo de Lucas, nuestra desesperanza, mientras él me miraba con la intensidad de sus ojos como si intentara descubrir lo que había en lo más profundo de mi ser. De repente sonrió. Y me contó que él era originario de un pueblo que vivía en la selva amazónica colombiana, frontera con Venezuela. Tuvo que emigrar a la capital porque los madereros estaban acabando con la riqueza de su pueblo, la misma selva. De manera enigmática me ofreció ir a conocer a su gente y de paso me pidió que les llevara unas cajas que tenía guardadas para ellos. A mí me daba igual ir a un sitio u otro de la Amazonia y, de alguna manera, algo me decía que tenía que ir.
A primera hora de la mañana tomé un viejo tren de vapor que se dirigía a San José del Guaviare, comienzo de mi aventura amazónica. El anciano me despidió en el andén como si quisiera asegurarse de que me iba. Con un estridente chirrido, el tren comenzó a andar mientras el anciano me decía adiós con la mano y una enigmática sonrisa. Con el traqueteo del tren me fui adormilando hasta que otro potente chirrido me despertó en la estación de San José. Al bajar del tren me sorprendió el bullicio de la estación pero sobre todo el sofocante calor. Estaba anocheciendo cuando decidí bajar hasta las barcazas que, a través del río Guaviare, me iba a acercar a mi objetivo. La niebla bañaba el río dándole un ambiente embriagador que llenó de paz y calma mi espíritu. No me costó mucho encontrar un joven, que muy dispuesto por unos pocos dólares se ofreció a llevarme río abajo hasta Puerto Inirida, final de esta primera parte del viaje.
La travesía por el río duró cuatro días. Según iba avanzando, la belleza, la frondosidad y la grandiosidad de la selva se iban adueñando de mí. Una mezcla de fragancias y olores penetrantes invadía mis pulmones y mi espíritu. Según íbamos penetrando en la profundidad de la selva, la majestuosidad de los árboles se imponía sobre mi pequeñez humana. La riqueza de los colores desbordados de las flores, plantas y aves que poblaban el entorno, contrastaba con la miseria humana de los madereros que veía como esquilmaban tan grandiosa riqueza. Los rojos, amarillos, naranjas y violetas de los pájaros, se entremezclaban en un baile de colores con la infinita gama de verdes de los árboles y la maleza, reflejado en el agua del río junto al azul celeste, transparente y tranquilizador del cielo. Mi joven y moreno capitán tarareaba una canción indígena que penetraba en mi corazón a la vez que los chillidos estridentes de los pájaros. Esta mezcla de sonidos, olores y colores me iba produciendo el despertar de mis sentidos durante tanto tiempo anulados.
Al atardecer del cuarto día, llegamos a una ensenada justo en la confluencia de los ríos Guaviare e Inirida, puerta de entrada a nuestro nuevo mundo. Puerto Inirida era una aldea indígena situada en la frontera con Venezuela. Pequeña pero grande a la vez, comparada con las aldeas pequeñas habitadas por las tribus que se dispersan por toda la serlva. Mi primer trabajo después de situarme en una pequeña choza, fue hablar con el jefe de la tribu para que algunos de sus hombres me ayudaran a llegar hasta el poblado objetivo de mi viaje, y poder cumplir el encargo que me había hecho el anciano. No se cual sorpresa fue mayor, si la del Jefe cuando le dije que aldea buscaba o la mía cuando oí lo que me respondió. Cuando supo que iba hacia la aldea de los Nukak, con cara de asombro me miró y dijo:
– ¿Los Nukak? ¿Quién le ha contado a Vd. esa historia? Nadie sabe si existen o no. Quien busca a los Nukak, va detrás de una quimera.
Inmediatamente oí resonar en mi corazón las palabras del anciano:
– Búsquelos, están ahí, ellos le necesitan a Vd. y Vd a ellos.
A pesar de las reticencias del Jefe de la aldea y gracias a mi perseverancia conseguí convencerle y me permitió llevarme a tres hombres que me ayudaran con las cajas. Al día siguiente, de madrugada, iniciamos la marcha hacia algún lugar entre Puerto Inirida y Maroa. Por primera vez desde hacía tres años llevaba conmigo la esperanza de un final a mi dolor. Algo me decía que los Nukak estaban ahí y con ellos mi regreso al mundo de los vivos.
Durante tres días estuvimos andando por un sendero que se me hacía interminable. Lo que en el río me parecía majestuoso, aquí se me hacía agobiante. La selva cerrada parecía rechazarme y los ruidos que de ella provenían me hacían daño en los oídos, en el cerebro y en el corazón. El cielo plomizo no hacía sino agravar mi sensación de derrotado. Totalmente desesperanzado al cuarto día acampamos en un claro que se abría en medio de la maraña de la espesura. Esa noche no paraba de dar vueltas en el suelo, estaba extrañamente excitado con la sensación de que algo iba a suceder. De repente los ruidos cesaron y el silencio se adueño del lugar. Un silencio espeso, sobrenatural. Entonces un trueno estalló en el cielo y fue el preludio de un gran diluvio de agua que nos empapó. Llovió sin parar durante cinco horas, como nunca había visto llover. A la vez que el agua nos iba empapando fue como si se llevara algo más que tenía dentro y que me estaba ensuciando. Yo sentía que algo se limpiaba dentro de mí, el olor a tierra mojada y limpia y a ozono inundó todo mi ser. A la vez veía como las nubes se iban disipando dando paso a un hermoso cielo lleno de estrellas y, alumbrado por la luz de la luna, descubrí en un extremo del claro al anciano que me había despedido en San José.
Acercándose a mí me dijo: -te estábamos esperando-
Lentamente me guió a través de la espesura hasta una aldeíta situada junto a un riachuelo donde unos trescientos indígenas nos aguardaban cantando y bailando. El anciano se paró delante de mí y mirándome con esa mirada que llegaba hasta mi alma, sin palabras me hizo comprender la verdad. La pérdida de nuestro hijo Lucas nos había hecho mucho daño pero nada comparado con el daño que el hombre blanco había llevado a su pueblo, me estaba pidiendo que me quedara a ayudarles a recomponer su vida. Allí delante de mí había muchos Lucas que curar, muchas cosas que aprender y que enseñar. Comprendí que había encontrado un sentido a mi vida y decidí volver en busca de Lucía para compartir con ella ese futuro que nos aguardaba con los Nukak.
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