Mikel vivía con sus padres y hermanos en la gran ciudad. Su gran ilusión era ir de vacaciones a casa de su abuelo, un viejo pescado que vivía en un pueblecito junto al mar. La felicidad de Mikel era inmensa cuando se sentaba junto a su abuelo frente al mar y éste le contaba historias sobre su vida y aventuras de marino. Las que más le gustaban eran las que se refería a los animales que vivían en el mar y que eran grandes amigos de su abuelo. Un día, estaban observando el mar y se les acercaron una pareja de delfines que acertó a pasar por allí. Los dos animales saludaron al abuelo de Mikel como solo saben hacerlo ellos: saltando de alegría y con una enorme sonrisa. Una vez se hubieron alejado los dos delfines, Mikel se quedó pensativo mirando al horizonte mientras su abuelo le miraba de reojo esperando la pregunta que su nieto le solaría, como cada vez que adoptaba esa actitud.

    Abuelo, ¿por qué los delfines siempre están riendo?

Y el abuelo, suspirando, empezó su historia

Hace muchísimos años, en una isla muy lejana y remota vivían unos seres muy extraños, mitad peces mitad humanos.

¡No! No eran sirenas –cortó el abuelo a Mikel que había empezado a abrir la boca- eran otra cosa.

Cuando salían a tierra se convertían en humanos y cuando entraban en el mar volvían a ser peces. En apariencia se podría decir que eran felices porque disfrutaban de las delicias de las dos formas de vida, en la tierra y en el mar. Pero no era así. Estaban tristes porque cuando eran humanos no podían disfrutar de la placidez y la paz que reinaba dentro del agua y cuando se convertían en peces no podían disfrutar del calor del sol, de la belleza de la luna ni del colorido de las flores. Su problema era que ambas formas de vida eran totalmente incompatibles. Cada dos meses marinos, uno tenían que ser peces a la fuerza y el otro, humanos. No eran libres para decidir por sí mismos. Tenían un anhelo, poder disfrutar de ambos deleites a la vez.

Una noche, la más anciana de estos seres tuvo un sueño. Su pueblo podría conseguir lo que anhela pero tendría que pasar una prueba. El mes que estaban obligados a ser humanos tendrían que aprender a nadar, a respirar, a vivir como peces pero siendo humanos, y el mes que les tocaba ser peces tendrían que intentar vivir y respirar como humanos. Se oyeron murmullos en el grupo:

    Eso es imposible -dijeron algunos

    Nos ahogaremos todos –dijeron otros.

La anciana les calló y les dijo: el sueño me ha dicho que si lo anhelamos con todas nuestras fuerzas, no hay nada imposible. La capacidad de conseguirlo está dentro de nosotros mismos.

Con ese ánimo, el grupo se puso manos a la obra. Durante el mes que fueron humanos hicieron lo indecible por aprender a nadar, a respirar bajo el agua, a estar cómodos en ella. Algunos casi se ahogaron, tragaban agua, se hundían. Pero al final de ese mes, todos más o menos, consiguieron resultados aceptables.

El segundo mes, cuando fueron obligados a ser peces, sus intentos fueron por salir a la superficie, respirar fuera del agua, sentir el sol. Incluso se atrevieron a salir a la orilla y dar unos saltitos por ella. Algunos estuvieron a punto de perecer en el intento pero con la ayuda de los demás al final del segundo mes, los resultados eran más que aceptables.

Cuando llegó el comienzo del tercer mes, en el que volvían a ser humanos, la anciana volvió a reunir al grupo y les dijo que esa noche había vuelto a soñar y que había visto que su empeño había sido enorme pero que aún les faltaba un último esfuerzo, el más grande de todos. Tenían que subir a la roca más alta que había en la isla, una montaña que llegaba hasta el cielo, y venciendo al miedo que llevaban dentro y confiando en todo lo que habían aprendido, debían lanzarse desde lo alto hasta el mar. Superando el miedo que les embargaba, el grupo decidió que era el momento de lanzarse.

    Ahora o nunca –dijeron al unísono.

 Dicho y hecho, subieron a lo más alto de la montaña que llegaba hasta el cielo y uno a uno se fueron lanzando al vacío, hacia el mar en un picado perfecto. Según iban cayendo una gran transformación se fue produciendo en ellos. Se estaban convirtiendo en peces, pero no como lo habían sido hasta ahora. Eran unos animales bellísimos, con unas líneas corporales muy estilizadas, en lugar de escamas tenían piel como los humanos, en lugar de agallas, podían respirar por la nariz como los humanos; en lugar de pies y manos, tenían una aleta como los peces y una cola muy potente. Descubrieron que podían nadar y vivir debajo del agua disfrutando de su paz y tranquilidad y que cuando quisieran podrían asomarse a la luz del día y sentir el calor del sol, la belleza de la luna y el color de las flores.

Desde entonces vivieron felices porque habían conseguido su anhelo y era tanta su alegría que, desde entonces, los delfines se pasan todo el día riendo de felicidad.

    Abuelo –dijo Mikel que hasta entonces le había contemplado extasiado-  ¿eso quiere decir que si anhelo algo con mucha fuerza puedo llegar a conseguirlo.

    Claro que sí –respondió el abuelo- si lo anhelas y luchas por ello.

Mikel se quedó un rato pensativo mirando al horizonte y su abuelo esperó la siguiente pregunta.

Abuelo –dijo el niño- ¿y por qué se llaman delfines?

    esa es otra historia que te contaré otro día- respondió el abuelo.

Y el niño esperó con impaciencia esa oportunidad.

 

Txema Olleta

10-04-08