María se desperezó estirando los brazos y sacándolos de entre las sábanas, se los puso por detrás de la nuca y, mirando fijamente al techo de su habitación, recordó lo sucedido en el último mes. La víspera había llegado a Santiago después de hacer el camino desde Roncesvalles. Parecía que había pasado una vida desde que salió de su casa en Madrid y, aunque el tiempo ya era frío y los días habían ido acortando con rapidez, no se había sentido, para nada, perdida en un mundo que parecía dormido a su paso. En ningún momento había experimentado la soledad que cabía esperar de esta época del año. También es verdad que eso es lo que había ido a buscar, un tiempo, un espacio, un instante para ella.

Lo primero que le vino a la cabeza fue el final, la llegada a Santiago bajo la fina humedad de la lluvia que les daba, a las piedras de las calles y casas, una bella imagen de espejos, y a su cuerpo una refrescante sensación de limpieza. Cuando entró en la Catedral, alguien estaba preparando el botafumeiro porque decían que a la misa de doce vendría un personaje importante. María se alegró de haber entrado en ese momento, cuando el silencio todavía imperaba en el lugar, lo que le daba al edificio una visión que impresionaba más todavía. Decidió refugiarse al calor de una pequeña capilla que había a la derecha del pasillo central. La verdad es que no sabía a qué santo estaba dedicada y, además, le importaba muy poco. Allí sentada, frente a su silencio, rememoró aquella mañana de aquel día de hace un mes, cuando cogiendo su bastón y una mochila que le pesaba demasiado porque estaba llena de demasiadas cosas, comenzó a andar con la firme convicción de que, si quería ser una mujer libre, debía afrontar sus propios obstáculos, tenía que convertir sus montañas en colinas.

Los primeros días del camino, la angustia, el temor y la desconfianza en sí misma oprimían su pecho, recordando la sonrisa irónica de su marido mientras le decía que no sería capaz de aguantar ella sola tanto tiempo. Según iba ganando en decisión los días siguientes, recordaba cuando él, al percatarse de que su marcha era inevitable, pasó de la ironía a presumir de que la dejaba irse porque era muy comprensivo. Eso fue la gota que colmó el vaso, ya de por sí lleno, de María. Sentada en aquella capilla, pensaba si la vida ahora con él sería de la misma manera, porque tenía muy claro que ella ya no era la misma, y un sentimiento de rebeldía se apoderó de su corazón.

Según fueron pasando los días su mochila se fue desprendiendo de lo que no era necesario y, cuanto más camino hacía, más liviana le parecía. Pisar con los pies descalzos la hierba de los campos, sintiendo en su piel el frescor del rocío y de la helada de madrugada, sentir en su garganta la calidez y el dulzor de un chocolate caliente en un bar cualquiera de una aldea cualquiera mientras hacía una parada para reponer fuerzas. Recibir la mano cálida de los escasos peregrinos que en un momento u otro se entrecruzaban con su vida y que, al igual que ella, intentaban convertir sus montañas en colinas.

Todo ello suponía para María experimentar sensaciones que nunca antes había tenido. Por eso. Ahora, tumbada en la habitación del hotel tenía claro que, si había sido capaz de llegar hasta allí, si había conseguido vaciar su mochila, si había subido montañas y bajado colinas, no podría quedarse. Del mismo modo que había sido capaz de afrontar su pasado, tenía que seguir adelante y enfrentarse a su futuro.

Se levantó y bajó a desayunar. Se preparó, llamó por teléfono a su marido y, cogiendo su mochila vacía y su bastón, siguió caminando hacia el oeste, hasta donde el sol se oculta. Un Camino en el que ahora ya solo había colinas.

Txema Olleta
3-12-10