Las que me conocéis sabeis que para mi, escribir, es mucho más que trazar unas líneas en un papel. Es vivir. Llevo mucho tiempo sin poder hacerlo, llevo todo el curso sin poder compartir, con mis amigas del Club de Contadoras de Historias, el espacio y el tiempo de escribir. Y lo hecho de menos, ¡vaya que si lo hecho de menos! El curso que viene prometo retomarlo. Mientras, aqui os dejo una historia que conté hace algún tiempo, inédita para vosotras. Espero que os guste, porque habla de eso, de la magia de la vida de Pedro… o de cualquiera de vosotras.
 
Pedro salió de casa y se dirigió a la parada del autobús. Era domingo de madrugada y las calles estaban silenciosas, salvo por el sonido del agua que, a chorro, salía de las mangueras de los operarios de la limpieza, mientras regaban las calles recogiendo los restos del botellón nocturno. De vez en cuando, unas formas medio fantasmales pasaban cerca de él dando tumbos y hablando entre dientes. Miró la pantalla donde se indicaba el tiempo que faltaba para su autobús y, viendo que aún le quedaban diez minutos, se sentó a esperarlo. Metió la mano al bolsillo y, lentamente, sacó una moneda que llevaba dentro. La observó con atención. Aquella moneda producía en él un efecto transformador. Tenía un agujero en medio, hecho con algún berbiquí manual y, aunque estaba muy desgastada por el paso de los años y los dedos, se podía apreciar, claramente, que era un doblón de oro.
La verdad es que aquella moneda le había acompañado en muchos momentos, unos buenos y otros malos, especialmente en los que había tenido que tomar decisiones importantes en su vida, pero siempre y en todo caso, le había traído mucha suerte. Empezó a jugar con ella entre los dedos mientras recordaba, con una sonrisa en los labios, el día que se la trajo su tío Jon. El tío Jon, aventurero, viajero incansable y una figura que para él siempre había estado rodeada de misterio. El tío Jon era el hermano pequeño de su padre y se pasaba meses o años enteros sin que nadie de la familia supiera nada de él. Siempre volvía con alguna reliquia u objeto extraño que encontraba en sus viajes al fin del mundo, como le gustaba decir a él, y el día que Pedro cumplió los 7 años, le entregó un doblón de oro que, según contaba el tío Jon, había encontrado medio enterrado en la arena de la playa de una isla que había ido a explorar buscando el tesoro de un famoso pirata. Nunca les dijo si había encontrado el tesoro o no, pero cuando le entregó el doblón, con mucho misterio le dijo que era mágico y le daría suerte y, con toda ceremonia, se lo colgó del cuello.
En las veces posteriores que el tío Jon volvió, nunca más hizo mención de la moneda, hasta que, el día de su 21 cumpleaños, le preguntó si todavía la conservaba. Fue la última vez que supieron de él.
El sonido de los frenos del autobús le sacó de sus pensamientos y, dando los buenos días al conductor, se sentó en la parte de atrás. Mientras veía pasar las calles a través de la ventanilla, recordaba el día que tuvo que elegir si iba a la Universidad o se quedaba de fontanero con su primo Jorge, o cuando conoció a María, su esposa desde hacía 56 años y la opción “b” era Paloma, aquella chica morena que se le insinuaba constantemente y tenía unas curvas impresionantes y… Una sonrisa afloró a sus labios. Se quedó con Maria, la sencilla, cálida y espontánea Maria. La sonrisa se tornó mueca de amargura cuando recordó el día que murió su esposa en una operación con pocas esperanzas y él tuvo que tomar la decisión.
El autobús llegó al final del recorrido y Pedro, bajándose, se dirigió al camino que, unos metros más arriba, le llevaba hasta el Pagasarri. Todos los domingos, desde que murió ella, hacía este recorrido. Pero esta vez era diferente. La víspera el médico le había dicho que el tumor se le había reproducido y no tenía solución. Claro que a sus 80 años, ya mucho no le importaba. Según iba ascendiendo por la pendiente agarrado a su bastón, la luz del alba iba mostrando un día gris, con la cima del monte cubierta por una espesa niebla. Dentro del bolsillo de la chamarra, los dedos seguían jugueteando con la moneda mientras sus pensamientos revoloteaban en torno a su cabeza.
A media ascensión, se encontró con un padre y su hijo pequeño. Estaban descansando y Pedro, cuando llegó a su altura, se detuvo a charlar con ellos. Les miró a los dos. El y María no habían podido tener hijos y cuando miró al niño a los ojos, algo familiar le vino a la cabeza. Le preguntó cuántos años tenía, y el niño le dijo siete. Pedro sacó la moneda del bolsillo, se quedó observándola unos segundos y diciéndole al niño que era una moneda mágica y le daría mucha suerte, se la colgó del cuello. El padre no dijo nada y sonrió y el niño, con todo orgullo, se la metió dentro de la ropa dispuesto a comerse el mundo.
Pedro se despidió de los dos y reanudó sus pasos monte arriba. El padre y el niño, vieron al anciano adentrarse en la niebla espesa y cómo esta le envolvía. Nunca más se supo de él.
Txema Olleta