Sergio salió de su casa con intención de tomar el tren en dirección al pueblo de sus padres. Una voz interior le susurraba que algo estaba pasando y que él debía estar allí.
Su padre era el alcalde del pueblo y ya le habían llegado rumores de que la oposición le había puesto en el ojo del huracán. Cuando llegó a la estación le recibió el gran murmullo de la gente que iba y venía por los andenes. A su lado pasó un grupo de colegiales que, con gran bullicio, se disponía a salir de campamento.
Vió su tren justo cuando este comenzaba a andar con un gran pitido avisando de su marcha. Era una máquina vieja, de vapor. Las ruedas se movieron produciendo un chirrido que Sergio, absorto en sus pensamientos, no percibió. La campiña pasó ante sus ojos, al igual que su vida con sus padres en el pueblo. A lo lejos un trueno desveló que una tormenta estaba a punto de estallar. El traqueteo del tren aletargó a Sergio que se quedó medio dormido.
Cinco horas después el tren paraba delante de la estación de su pueblo. Su madre le esperaba en el andén y le recibió con los brazos abiertos. A la memoria de Sergio volvieron los recuerdos, cuando su madre le abrazaba y lo tranquilizaba cantando. Rápidamente se dirigieron hacia el Ayuntamiento. Las campanas de la iglesia repiqueteaban dando las horas en punto mientras una multitud se arremolinaba en la plaza formando un enorme griterío. En la puerta del edificio, la Banda Municipal tocaba una pieza de pasodoble que, más que música parecía un sonido estridente. Entonces se oyó el tintineo de una campanilla. El Alcalde apareció en la puerta con sus mejores galas ante un asombrado Sergio que no entendía nada.
Su padre había decidido presentar su dimisión y todo el pueblo lo estaba celebrando. No que él dimitiera, sino que le estaban despidiendo porque había sido el mejor Alcalde del pueblo desde los últimos 40 años.
Txema Olleta
27-08-08
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