La verdad es que revisando el baúl de los recuerdos en que he convertido a mi querido cuaderno de escritura, uno se puede encontrar con la sorpresa de rescatar esos relatos que en su día plasmé en el papel y que deseché aduciendo que eran malos o que no merecían ser mostrados a la luz. Y digo sorpresa, porque releyéndolos descubro que, alguno de ellos, son como el buen vino, que con el tiempo ganan. O como esa canción que necesitas escucharla muchas veces para que llegue a calarte dentro. O como uno mismo, que con el paso de los años es capaz de valorar más lo que hay en la esencia de las cosas.
Esto me ha pasado con la historia que os cuento a continuación. El título del post lo dice todo… y a la vez no dice nada, aunque es el mismo que el del relato. Es una historia sencilla y compleja al mismo tiempo, real… o no. Algunos dirán que es erótica y otros que tierna. O ambas cosas a la vez. En todo caso disfrútenla, saboréenla. Eso sí, no es apta para diabéticos porque tenemos a las 5 enchocolatada y a las 7 la fiesta del colesterol.
«Una tenue luz procedente de las farolas de la calle penetraba a través de las rendijas de la persiana. María, tumbada boca arriba en la cama, no podía dormir. Aquel habia sido un dia extraño, celebraban su 35 aniversario pero apenas habían intercambiado dos palabras en todo el día. Unos regalos de compromiso, para ella un collar de perlas que fué a engrosar la larga colección de collares que su marido le regalaba cada aniversario, y un libro de los que ya no leía porque no le gustaba, para él.
María se giró hacia la izquierda y miró su espalda. Aquella espalda que tanto le gustaba acariciar cuando se casaron y que ahora le parecía un muro infranqueable. ¿Qué les había pasado? se preguntó. ¿cuándo, en qué momento de sus vidas perdieron la chispa? ¿Cuándo dejaron de conectarse a través de la mirada? ¿Cuándo dejaron de estremecerse con las caricias?
Maria miró el reloj de su mesilla. La tres de la madrugada. Volvió a mirar a su marido y se levantó. Se puso la bata y las zapatillas y, saliendo de la habitación despacio para no hacer ruido, se dirigió al baño. María no se dió cuenta de que su marido la miraba con los ojos levemente cerrados siguiendo sus movimientos. Encendió la luz y se puso frente al espejo. Se vió mayor, arrugas en la frente, bolsas debajo de los ojos, pómulos resecos… Dió un paso atrás y abrió la bata dejándola caer suavemente por detrás de los hombros. Se miró los pechos, algo caídos después de haber amamantado a tres hijos. Se pasó las manos por el vientre un poco obeso y se giró levemente para mirarse las nalgas, todavía duras a pesar de sus 55 años.
Suavemente se abrazó por los hombros y cerró lo ojos mientras recordaba aquellos primeros años de casados, cuando la llama del fuego ardoroso les envolvía en juegos que les hacían experimentar una sensación de ímpetu pasional mezclada con la placidez que sigue a la explosión. Especialmente le vino a la memoria el juego que más les volvía locos, cuando Jorge le envolvía todo el cuerpo con aquella mantequilla en la que luego le espolvoreaba colacao. A ella le hacía gracia porque le recordaba esos bocadillos de «nocilla especial», como le gustaba decir, que su madre le ponía cuando era pequeña, en vez de chocolate. Claro que Jorge no era su madre y lo mejor de aquel revoltijo era cuando su marido se lo volvía a quitar en un juego mezcla de sabores y sensaciones llenas de dulzura que los envolvía a los dos en aquella burbuja aterciopelada hasta que explotaba.
Maria abrió despacio los ojos sin querer salir de aquella ensoñación y se descubrió con las mejillas sonrojadas. Pero la mayor sorpresa fué encontrarse en la puerta a Jorge, que mirándola con ternura se le acercó. Llevaba un tarro de mantequilla en una mano y el bote de colacao en la otra. La cogió de la mano y la llevó a la cocina. En el reloj sonaron las cinco de la mañana. De nuevo volvieron a sentir la mezcla de sabores y sensaciones dulces, de nuevo se vieron envueltos en aquella burbuja aterciopelada que, al explotar, les hizo sentir el calor de aquel fuego como nunca lo habían sentido. Después volvieron a abrazarse, María volvió a acariciar aquella espalda que ya no era una muralla infranqueable, volvieron a conectar sus miradas y la chispa volvió a brillar. Ya no había preguntas que hacerse porque las respuestas tampoco eran importantes.
Pasado un tiempo, Jorge se levantó mientras ella seguía tumbada en la mesa con los ojos cerrados. Se fué al armario, sacó galletas, bollos, croisants y los puso encima de María mientras esta le miraba divertida. Jorge volvió a enseñarle la mantequilla y el colacao poniéndole ojos picarones. En el reloj de la cocina marcaban las siete de la mañana».
Txema Olleta
Maria miró el reloj de su mesilla. La tres de la madrugada. Volvió a mirar a su marido y se levantó. Se puso la bata y las zapatillas y, saliendo de la habitación despacio para no hacer ruido, se dirigió al baño. María no se dió cuenta de que su marido la miraba con los ojos levemente cerrados siguiendo sus movimientos. Encendió la luz y se puso frente al espejo. Se vió mayor, arrugas en la frente, bolsas debajo de los ojos, pómulos resecos… Dió un paso atrás y abrió la bata dejándola caer suavemente por detrás de los hombros. Se miró los pechos, algo caídos después de haber amamantado a tres hijos. Se pasó las manos por el vientre un poco obeso y se giró levemente para mirarse las nalgas, todavía duras a pesar de sus 55 años.
Suavemente se abrazó por los hombros y cerró lo ojos mientras recordaba aquellos primeros años de casados, cuando la llama del fuego ardoroso les envolvía en juegos que les hacían experimentar una sensación de ímpetu pasional mezclada con la placidez que sigue a la explosión. Especialmente le vino a la memoria el juego que más les volvía locos, cuando Jorge le envolvía todo el cuerpo con aquella mantequilla en la que luego le espolvoreaba colacao. A ella le hacía gracia porque le recordaba esos bocadillos de «nocilla especial», como le gustaba decir, que su madre le ponía cuando era pequeña, en vez de chocolate. Claro que Jorge no era su madre y lo mejor de aquel revoltijo era cuando su marido se lo volvía a quitar en un juego mezcla de sabores y sensaciones llenas de dulzura que los envolvía a los dos en aquella burbuja aterciopelada hasta que explotaba.
Maria abrió despacio los ojos sin querer salir de aquella ensoñación y se descubrió con las mejillas sonrojadas. Pero la mayor sorpresa fué encontrarse en la puerta a Jorge, que mirándola con ternura se le acercó. Llevaba un tarro de mantequilla en una mano y el bote de colacao en la otra. La cogió de la mano y la llevó a la cocina. En el reloj sonaron las cinco de la mañana. De nuevo volvieron a sentir la mezcla de sabores y sensaciones dulces, de nuevo se vieron envueltos en aquella burbuja aterciopelada que, al explotar, les hizo sentir el calor de aquel fuego como nunca lo habían sentido. Después volvieron a abrazarse, María volvió a acariciar aquella espalda que ya no era una muralla infranqueable, volvieron a conectar sus miradas y la chispa volvió a brillar. Ya no había preguntas que hacerse porque las respuestas tampoco eran importantes.
Pasado un tiempo, Jorge se levantó mientras ella seguía tumbada en la mesa con los ojos cerrados. Se fué al armario, sacó galletas, bollos, croisants y los puso encima de María mientras esta le miraba divertida. Jorge volvió a enseñarle la mantequilla y el colacao poniéndole ojos picarones. En el reloj de la cocina marcaban las siete de la mañana».
Txema Olleta
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