Dicen los que todavía me leen, que tengo un poco abandonado este mi espacio virtual. Puede que tengan razón, y hasta es posible que, incluso, se la de. Este tiempo, desde mi último post, no he dejado de escribir, eso os lo garantizo. También es verdad que ha sido un mes lleno de sucesos, experiencias y en cierto modo, esa ha sido mi manera de escribir en ese blog virtual que es la vida. Quizá la experiencia más enriquecedora ha sido tener el honor de ser invitado a una boda rumana. 
Veréis… Adriana es una mujer increible, como todas las mujeres que vienen a un país, extraño para ellas, buscando una mejor vida para sus familias. Adriana cuida de Andrea por las mañanas hasta que la lleva a la escuela, pero es también parte de la familia. Adriana y Valentin son rumanos aunque llevan ya tiempo en España. Ella entró en nuestras vidas como un soplo de brisa suave que apenas se hace notar, pero que siempre está ahí. Por eso, como homenaje a Adriana, a Valentín y a sus hijos Alin e Irina, me he permitido escribir esta breve historia y me gustaría compartirla con vosotras y vosotros, los amigos que soleis venir a esta mi/vuestra casa. Disfrutadla como yo disfruté de la experiencia.


«Son las 12,30 del mediodía. Me acerco a la puerta de la Iglesia, mientras la gente se arremolina en torno a ella. Como instintivamente, me toco el bolsillo superior de la chaqueta y me aseguro de que el pañuelo sigue ahí. Entonces llegan los novios, en un coche sencillo; tan sencillo como sus vidas, como mis recuerdos.
El día que llegó Adriana a nuestra casa, lo primero que me impresionó fué su mirada, llena de temor y misterio. Hablaba bien castellano, aunque ella nos pedía disculpas por su peculiar acento. Claro que tampoco se podía decir que hablara mucho. Precisamente sus silencios llenos de sencillez era lo que más llenaba la casa. Se movía como una sombra delicada y, cada vez que yo le decía algo, se sonrojaba como una amapola… o como una adolescente de 16 años. Aún así, supimos que venía de Rumanía y que su marido, Valentín, trabajaba en lo que podía.
Desde el primer momento, Andrea y ella encajaron a la perfeción. La paz que emanaba Adriana contrastaba claramente con la energía que desplegaba la niña, pero lo cierto es que, tanto una como la otra, se complementaban a la perfección. Por eso, cuando Andrea nos contó, como si fuera un secreto, que Adriana se casaba con Valentín, para nosotros fué una sorpresa y un descubrimiento a pesar de los años que llevaba en casa.
Ahora, mirándoles a los dos mientras se dirigen al altar, intento imaginar como fué su llegada a España, con su soledad, sin amigos en quienes depositar sus angustias. Nos alegró mucho cuando por fin se atrevió a contárnoslo y nos invitó a participar de esa parte de su vida.
Por eso heme aquí, a la puerta de la Iglesia, con un pañuelo en el bolsillo superior de mi chaqueta, no se muy bien si para Adriana, para Valentín, para Isabel… o para mi».