La lluvia caía fina al atardecer de aquel día de diciembre mientras paseaba por la Avenida, empapándome con la lluvia que llegaba de la desembocadura de la ría. Llevaba un buen rato caminando, sin fijarme en la gente que con más o menos prisa pasaba a mi lado en una u otra dirección. Al llegar al semáforo me detuve pero manteniendo la mirada baja, hacia el suelo, como queriendo enterrar mis pensamientos muy hondos en el asfalto.
Entonces la vi acercarse, volando, liviana, a veces arrastrándose por el suelo, una hoja de papel que llamó mi atención.
Lentamente me agache, la cogí y al darle la vuelta vi escritos en ella una serie de pentagramas, compases y notas musicales.
En aquel momento me di cuenta de que aquella partitura tenía algo especial. No tenía ni titulo ni autor. Estaba hecha a mano y más bien parecía la obra de algún estudiante de música intentando hacer realidad sus sueños de compositor. Pero lo extraordinario era que estaba escrita en clave de Re.
La sequé con un pañuelo y doblándola con delicadeza la guardé en el bolsillo con la intención de tocarla en casa, más tarde.
Acabé el paseo mientras en mi cabeza bailaban las notas con sus sostenidos y bemoles y al llegar a casa, con impaciencia, saqué la partitura, abrí la tapa del piano y mis dedos empezaron a moverse por las teclas mientras mis ojos recorrían cada compás y notas allí escritas.
Según iba surgiendo el sonido de las cuerdas, algo familiar en la melodía me trasladó a mi juventud, durante las clases del instituto.
Me vino a la memoria ella. Aquella melodía me recordaba una canción que aquella mujer de mejillas sonrosadas y amplia sonrisa había compuesto y siempre estaba retocando.
Y entonces me di cuenta. Aquella partitura era su canción, solo que en vez de en clave de Sol, que era como yo la recordaba, estaba en clave de Re, lo que le daba a la melodía una mayor fuerza e intensidad.
Al día siguiente dejé de mirar al suelo buscando en cada rostro de los que se me cruzaban, el de Sonia. Sabía que estaba allí, esperando que la encontrara. Aquella partitura tenía que ser suya y no podía ser una casualidad que hubiera llegado hasta mí.
Los días siguientes la busqué sin resultado. Ya empezaba a volver a bajar la mirada al suelo, cuando una niña que corría detrás de una hoja de papel se chocó conmigo. Ella se azoró y me pidió disculpas. Era pequeñita, regordeta, sus mejillas se sonrojaron y una gran sonrisa llenó su agradable rostro.
– Disculpe señor, se me ha escapado la hoja.
Lentamente me agaché con la sorpresa en la cara y cogí la hoja de papel que señalaba la niña. Le di la vuelta y vi que era una partitura.
– ¿Es tuya? – le pregunté cada vez más impaciente.
– No, es de mi madre. Ya es la segunda que se me escapa y me reñirá si no la recupero. – me respondió la niña.
Despacio me incorporé, le di a la niña su hoja y al mirar a la Avenida la vi, era ella otra vez, un poco más delgada, quizá, pero con los coloretes en la cara y la sonrisa llenando su rostro.
Me miró y los bemoles y sostenidos de la clave de Re bailaron y sonaron en torno nuestro.
Txema Olleta
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