¡Que si, que ya se que llevo un mes sin escribir…! Pero es que la vida no me da para más. El día que pueda dedicarme a escribir, ¡y solo a eso!, os vais a enterar. ¿Os acordáis de aquel relato que escribí hace algún tiempo sobre una idea que me rondaba la cabeza de crear una novela sobre una hermosa aldea de Asturias? Bueno, pues aquello fué eso, una leve idea. Pero ahora he dado un paso más allá, y aquí, en este mi reencuentro con vosotras y vosotros, os traigo lo que podría ser el argumento de esa novela. Poco a poco, sin prisa pero sin pausa, le voy dando forma a otro de mis proyectos. Aquí os dejo el adelanto. Que lo disfrutéis.
La luna llena iluminaba las calles de la ciudad de Nueva York, mientras Jane Smith y su marido Mark Hudson caminaban por la 5ª Avenida dirigiéndose a su apartamento. Jane apenas tenía 30 años y, aunque lo deseaba más que a nada en el mundo, no habían podido tener hijos. Estaban en los comienzos de la primavera y la noche, sin ser fría, dejaba sentir un frescor agradable y, a pesar de lo tardío de la hora, todavía se cruzaban con gente que iba y venía a toda prisa. Al dar la vuelta a la esquina con la 38ª, un perro no muy grande salió corriendo de una casa y se abalanzó sobre ella empujándola contra la pared, pero sin hacerla daño. El dueño, un anciano de tez arrugada y seca, y la espalda encorvada bajo el peso de los años, se acercó y mirando a Jane fijamente le pidió disculpas y separó al perro alejándose calle arriba. Jane se azoró porque en los ojos de aquel hombre había visto algo familiar.
– ¿Estás bien?- Le preguntó Mark preocupado.
– Si, si, tranquilo- asintió Jane – Vámonos a casa- le dijo, y estirándose la falda reanudó la marcha.
Al llegar al portal abrió el buzón y cogió la correspondencia. Cuando entró en la sala, lo primero que le llamó la atención fue una carta con el membrete de un bufete de abogados de Asturias, en España. El corazón se le encogió. Los recuerdos afloraron con fuerza a su mente, algunos muy difusos y otros muy claros, y entre ellos, con especial intensidad, el de su madre María, mientras se despedía de ella cuando se marchó de Peruyes junto a su padre, Peter Smith.
María y él se conocieron durante unas vacaciones en las que el americano quería visitar España. Se alojó en un hotelito de la pequeña aldea asturiana, se enamoró de María y, después de que la muchacha cayera en sus redes, nació Jane. María estaba enamorada de Pedro, su gran amigo desde la infancia y lo de Peter solo había sido un juego para darle celos. Lo único con lo que no contaba ella, era que acabaría perdiendo al gran amor de su vida. Un día, Pedro desapareció, y Peter, al enterarse del embarazo decidió quedarse. Con el paso del tiempo, a Peter el mundo de la aldea se le hizo muy pequeño, a él que estaba acostumbrado a las grandes ciudades, y le propuso a María irse con él y Jane a Nueva York. Pero María no estaba dispuesta a dejar su aldea. Había algo o alguien más que la retenían allí. Ella seguía esperando el regreso de Pedro y se negaba a irse. Finalmente Peter decidió volver a América llevándose con él a su hija. Al cabo de un tiempo, un buen día, Pedro volvió a Peruyes y María le confesó su gran secreto. En realidad él era el padre de Jane. Pedro, a pesar de los ruegos de María, volvió a irse pero esta vez a Nueva York en busca de su hija. No pudo encontrarla, y Pedro quedó engullido en el anonimato de la Gran Manzana.
Ahora le llegaba a Jane aquella carta y, reponiéndose del sofoco inicial, se dispuso a leerla. Le decía que su madre, María, había muerto y que en el testamento dejaba claro que tendría que volver a Peruyes a hacerse cargo de las tierras. Dos semanas después, Jane y Mark se bajaban del taxi que les había llevado hasta la aldea y se dirigieron al mismo hotelito donde años antes se había alejado su padre. El abogado les recibió en la puerta.
– ¿Quieren visitar ya su hacienda?-les preguntó solícito.
– Si, por favor- le respondió Jane con el pecho oprimido por la emoción.
Comenzaron a andar por la carreterita que unía las diferentes casitas de la aldea y al llegar a la más cercana a la ermita, Jane se quedó paralizada por la sorpresa. Un perro que le resultaba conocido salió corriendo de un corral y se abalanzó sobre ella moviendo el rabo con alegría. Un anciano asomó detrás de él y se quedó mirándola. Jane lo reconoció como el anciano con el que había cruzado su mirada en Nueva York hacía dos semanas. Pedro se acercó con las manos extendidas y cogiendo las de Jane la miró a los ojos. Tenían la mirada transparente de su María. Ella se dio cuenta que el gesto de la sonrisa de Pedro era, exactamente, el mismo que ella veía cada día cuando se miraba delante del espejo. Ambos se fundieron en un abrazo y cogidos de la mano entraron en la casa dispuestos a recuperar el tiempo perdido, mientras detrás de ellos, Mark sonreía maliciosamente.
Txema Olleta
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