Comenzaba a anochecer cuando salí del portal de mi casa y colocándome el casco cogí la bicicleta aparcada junto a una farola. Con fuertes pedaladas enfilé la calle Hortaleza para salir del Barrio de Chueca en el que llevaba viviendo los últimos 10 años. Hacía tres días, mi querido amigo Rober me había propuesto una pequeña aventura. Yo nunca he ocultado mi condición homosexual. No es que la lleve con orgullo, de hecho no la llevo de ninguna forma, porque no me considero nadie especial por ello, pero sí es cierto, que en aquel barrio me sentía acogido. Hasta la fecha yo había frecuentado todos los locales de ambiente de Chueca, pero aquel día, Rober me había propuesto salir de la burbuja y acercarnos a un Pub del que le habían hablado, en la zona del barrio de Salamanca. Enfiló con la bici la calle Génova y me paré a la puerta del pub. “El Reto Amarillo”, figuraba con grandes letras de neón azules en el lateral de la puerta. Amarré la bicicleta a una farola y me dispuse a esperar a mi amigo. Estaba nervioso. ¿Qué pintábamos nosotros allí, en aquel bar de pijos, de aquel barrio de pijos? Poco después llegó Rober y aparcó su motocicleta. Nos miramos uno al otro y nos dispusimos a entrar en el bar.
Ciertamente, el ambiente, la decoración de aquel pub no tenía nada que ver con los de mi barrio. En Chueca todo tenía olor y sabor a bohemio: barras antiguas, lámparas cuyas luces eran apagadas por el paso de los años, espacios acogedores, llenos de colorido, alegría y vida. Por el contrario, aquel local, lleno de luminosidad brillante y moderna, estilizado, dirían algunos, estaba vacío de vida. Había mucha gente, eso sí, todos a juego con el ambiente, pelo engominado hacia atrás, trajes oscuros muy poco clásicos, camisas blancas de cuello corto, estilizadas también, al igual que sus portadores. Nuestra entrada en el local hizo que las miradas de todos se dirigieran hacia nosotros, más como curiosidad que como rechazo. Nos dirigimos a la barra seguidos por sus miradas y pedimos dos gintonics. Enseguida el resto de la peña volvió a sus conversaciones. Miramos a nuestro alrededor sorprendidos porque allí solo había hombres, no tanto por este hecho en sí, sino porque no esperábamos encontrar esto en un barrio como el de Salamanca. Lo segundo que nos sorprendió fue la distribución del local, con multitud de espacios reservados y cerrados por cortinas, diseñados con la intención evidente de ocultar a los ojos de los demás lo que ocurriera allí dentro. Me moví entre las mesas observando todo con curiosidad. En Chueca el ambiente era mucho más variopinto, donde todas las condiciones y orientaciones sexuales, culturales y étnicas se integraban unas con otras, más libre, diría yo. En aquel local daba la impresión de que todo el mundo quería mostrase con discreción, como si les avergonzara rebelarse como eran.
Acercándome a uno de los reservados, con precaución, me atreví a entreabrir la cortina. Dos hombres, ya un poco entrados en años, se besaban apasionadamente. Con la misma discreción, volví a cerrar las cortinas. Cuando me giré de nuevo un hombre de mediana edad me miraba sonriendo. Vestía como los demás, pero había un “noseque” en su mirada y algo por dentro se me removió. Joaquin, me sonrió.
– ¿Sorprendido?- me preguntó.
Recuperé el aplomo y le respondí – ¿Yo? Para nada-.
Joaquín me invitó a sentarme con él en otro reservado y comenzamos una agradable conversación. Le conté de mi vida en Chueca. Había algo en mi acompañante que me atraía, quizá esa mirada, o su sonrisa… Joaquín me escuchaba embelesado aunque de vez en cuando un leve gesto de tristeza se dibujaba en su cara. Entonces él me contó su historia. Aquel local era exclusivo en el barrio de Salamanca, allí iban todos los que de un modo u otro ocultaban su orientación a los ojos del resto. Todo el mundo en el barrio sabía que aquel era un local gay, pero hacían la vista gorda siempre y cuando no hicieran ostentación de su homosexualidad y se limitaran a aquel espacio. Una lágrima se deslizó por su mejilla. Le miré a Joaquín con ternura y sin pensármelo dos veces, me levantó, me acerqué a él y acariciando su rostro con delicadeza le besé en la boca, un beso profundo, lleno de mucho más que de compasión. Y un escalofrío de placer nos recorrió el cuerpo. Después de unas horas, ya de madrugada, ambos salimos a la calle. Mi amigo Rober hacía tiempo que se había ido. Nos dimos la mano y despidiéndonos con discreción, cada uno tomó direcciones opuestas. Yo hacia mi barrio de Chueca y Joaquin hacia su casa, donde le esperaba su mujer.
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